lunes, 9 de mayo de 2011

Ecos


Muchas veces los muros plomizos, duros y resistentes, esconden mil historias. Si pudieran hablar alzarían voces de ecos lejanos...

Se escucha el sancta sanctorum, el "santo de los santos". Es diciembre, y los monjes rezan a maitines. Mientras, en las celdas, un novicio llora desconsoladamente.
La homilía transcurre normalmente. El constante, siseante, tañido de las oraciones, rodea la gran estancia envolviéndola en misterio, en misticismo. De vez en cuando un sonido ajeno a lo etéreo enturbia el ambiente. Los murmullos de algún monje provocan miradas acusadoras en los más ancianos.

El novicio llora. Sus sollozos recorren los pasillos largos e inhóspitos de la abadía como una brisa amarga que haría entristecer a un día soleado. Apoya sus manos enlazadas sobre su frente, y suplica al divino que tenga clemencia de él. Las lágrimas recorren su jóven rostro, todavía terso, y se pierden tras su hábito áspero y parduzco. Sus rodillas, rojas, estan heladas por la fría piedra sobre la que se apoyan. Lleva horas llorando. Un llanto desconsolado.

Al otro lado de los gruesos muros, la oración termina. Los monjes, en su paso lento, se dirigen al comedor a recibir los primeros sustentos del día. Los víveres son escasos, pobres, apenas un poco de agua y un mendrugo de pan. Los quéhaceres del día trascurrirán con eterna rutina.

El sol invernal acaricia con suavidad las escasas hojas purpúreas del ciruelo. Va meciendo poco a poco su luz azulada ofreciendo los últimos rayos cálidos del día. El cielo oscuro comienza a aparecer y a apagar el áurea. Todo se va llenando de oscuridad.

La pequeña celda apenas está iluminada por una vela. El mobiliario es escaso. El novicio sigue llorando. Sólo los plomizos muros saben cual es su tristeza, enjuagan sus lágrimas con complicidad exánime.

Hoy yo miro esos muros. Han pasado ya cientos de años desde que recuerdan la amargura. Apenas una vela les iluminaba antes, ahora cientos de flashes recobran su esplendor marchito. Alejada del grupo me paro a escuchar un pequeño ruido lejano, tardío, que hace que preste toda mi atención. Los muros hegemónicos me susurran secretos. Un llanto desconsolado. Mi mente viaja a mi tiempo y escucha como el grupo se disipa oyéndose a lo lejos la voz de la guía. Yo no puedo irme, aquellas paredes calizas están deseosas de contarme ese secreto ya olvidado por los hombres ya callados, muertos y enterrados. No tengo más remedio que escuchar cómo lo más inerte e insospechado esta tan lleno de vida y vivencias como nosotros. Una lágrima nace de mi. Por fin ese jóven que un día lloró amargamente puede descansar en paz al haber sido revelado su atormentador secreto.

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